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DESIGUALDADES II (2ª parte): EL DESENCANTO VA POR BARRIOS

Publicado el 4 de mayo del 2017
Existen importantes probabilidades de que el mundo sea (en 2050) más rico, más eficiente y mejor organizado” (The Economist, “El mundo en 2050”).

 

En mi anterior post sobre desigualdades sociales me faltó espacio para comentar el último de los tres aspectos más destacables en relación a la frase de Christine Lagarde, la directora gerente del Fondo Monetario Internacional: el desencanto de las clases medias sobre el futuro.

Las causas de este desengaño están, a mi entender,  íntimamente relacionadas con el origen de las desigualdades.

El economista francés Thomas Piketty desarrolló en su libro “El capitalismo en el Siglo XXI” la teoría de que la principal causa del aumento de las desigualdades procedía de la propia esencia del capitalismo. De sus estudios empíricos (que posteriormente se comprobó que contenían numerosos errores) dedujo que en este sistema la tasa de crecimiento del capital es superior a la de crecimiento de la economía, por lo que la riqueza de los capitalistas aumenta más rápidamente que la de las clases trabajadoras.

Sus tesis fueron muy bienvenidas por amplios sectores de la izquierda y por las clases medias americanas que pudieron tranquilizarse culpando de su declive al sistema capitalista, exonerándose de posibles errores propios.

Piketty rectificó posteriormente diciendo que la mayor parte de las desigualdades procedían del desempleo producido por la crisis. Tenga o no razón, hay que tener en cuenta que, según el propio FMI, las rentas del capital (beneficios, plusvalías e intereses) han subido del 45% al 49% del PIB entre 1975 y 2014.

Por su parte, el premio Nobel de Economía de 2015, Angus Deaton, declaró que “la vida es ahora mejor que en cualquier momento de la historia”. Sus opiniones sobre este tema se basan en la denominada teoría de la suficiencia: “no se trata de compararse con los más ricos sino que lo más importante es que todo el mundo tenga lo suficiente para vivir”.

Con independencia de estas teorías, parece que la mayoría estamos de acuerdo en que -en los países avanzados- en los últimos años han aumentado las desigualdades como  consecuencia de la globalización, de las nuevas tecnologías y de la reducción del nivel de vida de las clases medias debido a la última crisis.

Esta constatación es especialmente dura cuando para muchas personas tener un trabajo no es garantía de abandonar la pobreza y cuando los desfavorecidos llegan al convencimiento de que sus hijos vivirán, por primera vez en los últimos siglos, peor que ellos y, además, se preguntan si esto es un accidente o una propensión futura. ¿Continuará esta tendencia con nuestros nietos?

Al mismo tiempo en que las clases medias se hacen estas preguntas, se observan importantes cambios demográficos (migraciones, envejecimiento de la población,…), tecnológicos y morales que desconciertan y atemorizan a la población. Es lo que el sociólogo, filósofo y ensayista polaco de origen judío Zygmunt Bauman (fallecido a principios del presente año 2017) ha denominado como “la modernidad líquida”: los constantes cambios hacen que la gente haya perdido los anclajes tradicionales como un trabajo estable, un matrimonio permanente, una bases éticas y religiosas profundas etc., por lo que encuentran a faltar referentes solventes y atemporales en que confiar.

En opinión de este pensador, la clase media está atribulada al ver que hoy nadie está libre de ser un deshecho y recomienda separar el trabajo de la supervivencia mediante una renta básica digna, lo que implicaría un cambio absoluto de nuestro modelo de sociedad y de relaciones sociales.

Mientras tanto, esta tribulación lleva a que la gente busque soluciones alternativas a los partidos que hasta la fecha les habían representado e incluso al propio sistema de representación, lo que ha dado paso, en algunos de los países más ricos, a los denominados populismos que tienen como denominador común el proteccionismo (America first o Make Europe great again) y la xenofobia (los culpables son los que vienen de fuera), poniendo en evidencia que las crecientes desigualdades económicas y de oportunidades son difíciles de compaginar con un sistema realmente democrático.

Reducir las desigualdades no es una tarea sencilla y requiere, además de un crecimiento económico equilibrado, la creación de empleo de calidad y sostenible, lo que nos lleva otra vez a las mismas soluciones: FORMACIÓN e INNOVACIÓN, que son dos de las partidas que más se han visto reducidas durante la última crisis en los países con gobernantes cortos de luces. También es necesaria, aunque tenga un recorrido más limitado,  una mejor política fiscal redistributiva.

En fin, si queremos que la  optimista  conclusión de la obra “El mundo en 2050” -un compendio de todas las tendencias que cambiarán el planeta, escrito por los expertos de “The Economist” en el año 2013- se haga realidad deberemos ir pensando en una forma mejor y más justa de organizarnos, puesto que sin rentas adecuadas se reduce o desaparece el consumo;  y la convivencia y la democracia se deterioran con rapidez.